Bolivia y su reencuentro con los muertos
Sergio soliz
Noviembre es para Bolivia el mes del reencuentro con sus muertos. El primer día del mes, los cementerios se llenan de gente y flores. Ritualmente, la familia prepara altares con pan, comida y alcohol, se multiplican las oraciones para acoger a las almas que, según la tradición, abandonan este día sus moradas celestiales y regresan a la tierra. Según las tradiciones andinas, la muerte es simplemente la continuación de la vida. De hecho, el alma del difunto acompaña a los vivos durante al menos dos años antes de partir definitivamente al mundo de las divinidades de la montaña, el Wiñay Marka (Pueblo Eterno), así llamado por los antiguos sabios.
Cieza de León (1520-1554), uno de los más renombrados historiadores y cronistas españoles del mundo andino, expresa en una de sus columnas su gran admiración por los pueblos indígenas que "daban poca importancia en vida a la comodidad de sus casas, pero trataban con gran cuidado las tumbas donde iban a ser enterrados", lo que refleja la importancia que estos pueblos daban a la muerte.
El regreso de las almas a la tierra forma parte de una cosmovisión que habla de la complementariedad de las partes, con fuerzas opuestas que no se repelen sino que se complementan: el día y la noche, lo masculino y lo femenino, la vida y la muerte... Los muertos se acercan a los vivos y en cierto modo, están siempre presentes en sus vidas: les susurran secretos en sus sueños, les advierten de posibles peligros y a cambio, reciben la veneración de los vivos.
Ceremonia de bienvenida
Según la tradición, las almas llegan cada primero de noviembre a mediodía y se van al día siguiente a la misma hora. La ceremonia de bienvenida consiste principalmente en la colocación de coloridos altares con diversos elementos simbólicos. Algunos consideran que el propio altar representa la montaña de las divinidades donde habitan las almas. El mantel de la mesa del ritual puede tener diferentes colores: blanco si el alma que regresa pertenece a un niño, negro si el alma que se recibe pertenece a un adulto. También se pueden ver altares con paños multicolores (aguayos) que, según la creencia popular, se utilizan especialmente cuando el alma que te visita es la de una mujer. Los panes caseros, preparados con esmero, representan la parte central de esta mesa ceremonial y más aún los tantawawas (niños de pan en aymara), panes con forma humana que representan a la persona que ha muerto. Las caras de los tantawawas están modeladas en yeso.
Además de los panes y las tantawawas, también se prepara una gran variedad de galletas y pasteles, muchos de ellos con formas particulares siempre relacionadas con las costumbres y creencias de esta fiesta: Cruces católicas que reflejan el sincretismo religioso que existe en esta región, escaleras que se dice que ayudan a las almas a descender a la tierra desde sus hogares celestiales o a ascender al cielo, pequeños vehículos y otros juguetes que se fabrican especialmente en caso de que el alma sea la de un niño, llamas, los inconfundibles camélidos de Sudamérica, que acompañan a las almas en su viaje. En las cuatro esquinas del altar suelen verse cuatro barras de azúcar de caña, que algunos interpretan como una delimitación del espacio sagrado, mientras que otros consideran que son palos que ayudan a las almas en su peregrinación. En el centro de la mesa se coloca una fotografía del familiar que se recibe, junto a ella, un vaso de agua o alcohol y el plato favorito del alma que regresa.
La habitual hoja de coca, siempre presente en cualquier ceremonia del mundo andino, también ocupa un lugar destacado. Tampoco faltan las flores: algunas son simples ofrendas y otras, como la escoba, se utilizan tradicionalmente para ahuyentar a los malos espíritus. La escoba se encuentra a menudo (como guardián) en las puertas de las casas o locales comerciales. Durante la ceremonia, las familias reunidas en torno a la mesa de ofrendas comen, fuman, beben, rezan y de vez en cuando recuerdan historias sobre el difunto. Tradicionalmente, grupos de niños se desplazan de casa en casa ofreciendo oraciones y cantos por los difuntos y son recompensados con pan y pasteles metidos en grandes bolsas que llevan, de un lugar a otro con orgullo.
Los orígenes de esta fiesta
El culto a los muertos tiene orígenes prehispánicos. Según Guamán Poma de Ayala, uno de los cronistas indígenas más importantes del Virreinato del Perú (uno de los dos principales distritos administrativos creados por la Corona de Castilla en sus posesiones de ultramar), los antiguos habitantes del mundo andino sacaban a sus muertos de sus tumbas y cámaras funerarias para darles de comer y beber con el fin de celebrar el reencuentro con sus queridos difuntos.
Esta tradición, que, según el mismo Guamán Poma, pertenecía más a las costumbres de los incas que a las de sus predecesores aymaras, fue rápidamente prohibida por la Iglesia católica tras la llegada de los conquistadores. En 1574, el virrey Toledo ordenó la destrucción de los espacios mortuorios (torres funerarias y otros) y la dispersión de los restos de los difuntos. Esta orden se justificaba por el hecho de que los nativos que yacían en estos lugares habían perecido como paganos sin conocer la propia palabra de Dios cristiana.
El culto a los muertos también estaba prohibido, pero las costumbres locales han conseguido mantenerse hasta hoy, como se puede ver en la fiesta de las Ñatitas (también en noviembre), donde se veneran cráneos humanos para agradecer a los difuntos los favores y cuidados recibidos.